Nunca me gustaron las historias de terror, me parecen un horror. En mi casa nunca habitaron las temáticas escabrosas ni las conversaciones sobre temas truculentos o de miedo. Sin embargo, mi memoria está atravesada por un recuerdo terrorífico del que nunca he conseguido librarme.

Vivíamos en Alemania, estaban promediando los años ochenta y mis padres habían emigrado de la Argentina por cuestiones laborales. Mi madre era cantante lírica y había conseguido un contrato en la ópera de Múnich para realizar una gira nacional durante los primeros diez meses del año. Mi hermana Sebastiana y yo teníamos por entonces doce y quince años, y afortunadamente llevábamos un intenso bagaje cultural gracias a la veintena de países que llevábamos recorridos hasta entonces.

En los años 70 y los 80 no era raro ver argentinos viviendo en otros países. Algunas razones políticas y otras económicas habían desfavorecido la vida tranquila en Argentina y era bastante común encontrarlos intentando encauzar sus vidas en otros lugares fuera de su geografía. De manera que poco a poco, la vida trashumante comenzó a popularizarse. La llamada globalización estaba tendiendo un mundo de comunicaciones que favorecía a las empresas en el traslado y la contratación de personas entre las distintas naciones, y ese fue el caso de mi mamá. Diría que la vida nómade era, para nosotros, el statu quo, la normalidad.

Había algo, sin embargo, a lo que no podíamos acostumbrarnos. La gira de los músicos es algo vertiginosa, un día estás en un sitio y al otro día a mil kilómetros. Por lo tanto, no era posible comprar una residencia y vivir largos períodos en una misma ciudad. Pero mis padres aceptaron el requisito con la idea de escatimar sus recursos y así poder ahorrar con la idea de retornar a su país algún día.

Vivíamos, por lo tanto, en albergues comunitarios, en hoteles o en pensiones, aunque generalmente era en éstas últimas porque ellos encontraban divertida y enriquecedora la experiencia multicultural que se respiraba en esas casas.

Era entonces el mes de junio y acabábamos de llegar a Múnich, una ciudad agradable, considerada por los nativos como la más bella de Alemania. Tiene construcciones con siglos de antigüedad y una movida erudita que provoca inspiración. Y además es muy alegre; se hizo bastante conocida por la celebración del Oktoberfest más grande del mundo, convocando a jóvenes -y no tanto- a beber y celebrar durante una semana completa.

Pero no todo era alegría. Después de algunas idas y vueltas por cuestiones contractuales, acabamos en una pensión de la calle Theodor Strabe. El lugar era sombrío; mi hermana estaba triste. Algunas veces se oían susurros, como de gente rezando, y otras veces se sentían gritos desgarradores, como lo hacen las personas cuando hay alguien mirando.

Recuerdo un día en particular. Acabábamos de llegar del teatro, serían las siete de la tarde. Casi siempre lo hacíamos a esa hora porque acompañábamos a mamá a los ensayos generales y aprovechábamos para recorrer el interior de esos edificios a los que el común de la gente no tiene acceso.

Al entrar a la pensión notamos un aire espeso. Había unos treinta alemanes reunidos en el salón principal; no volaba una mosca, la densidad del silencio se sentía pegajosa. Uno de ellos nos reconoció y nos dijo algo muy fuerte que no entendimos, pero era bastante obvio que se trataba de un insulto. Luego de eso vino otro, y luego otro y otro insulto más. Todos los hombres comenzaron a gritar, a romper las sillas contra el piso. Volaron las botellas, destruyeron toda la casa. El estupor se apoderó rápidamente de nosotros y no tuvimos otra idea que salir corriendo a la calle a pedir auxilio a quien nos lo diera.

Nadie había en las veredas, parecía un pueblo fantasma. Caminamos un buen rato y entramos a un restaurante en el que estaba la tele encendida. La imagen en blanco y negro se veía exasperante y el zócalo del noticiero argumentaba la tragedia:

ARG 1 - ALE 0, fin del partido, Argentina campeón.