“Antuno ndué”, el año del castigo. Así lo llamaron los doscientos indios moqoit que quedaron vivos luego de las tristes guerras que atravesaron durante el siglo XVII en el sur del Chaco Argentino.
“Abuan” pasó a la historia como uno de sus principales hombres. Era un jóven atlético y bien parecido que vivía junto a su mujer en un apartado de la Tercera Región. Abuan era un auténtico líder, y aunque aún no ostentaba el título de cacique reunía todas las características que distinguen a las personas faro.
La conquista española avanzaba y a las distintas tribus no les quedaba otro remedio que ir cediendo territorios. Abuan penaba por eso, pero nunca estuvo dispuesto a luchar con ellos. El sostenía que las guerras son creadas por los débiles que no encuentran otra manera de dialogar que no sea por la fuerza. Pretendía una paz natural: “cada uno en su hogar, no hay mucho para hablar”, repetía.
Pero pasaban los años y la tribu se iba diezmando. De a poco pero constantemente sufrían pequeños ataques en los que perdían hombres, mujeres y niños. La táctica del enemigo era casi siempre la misma: se escondían en el boscaje y atacaban por las noches; entraban al campamento cuatro o cinco hombres armados y, a punta de sus mosquetes secuestraban algunos indios.
Y una noche le tocó a Abuan. Él y su esposa estaban durmiendo. Habían pasado un hermoso día recolectando hortalizas que ellos mismos habían sembrado.
En el imaginario español circulaba la idea de que las tribus chaqueñas poseían escondidas grandes reservas de oro. Se creía que a través de los años habían ido trayendo enormes piedras doradas desde el corazón mismo del Cuzco.
Así que, de madrugada, se llevaron al jóven y a su buena esposa. Los metieron en un carro tirado por dos caballos y llevaron callados hasta la Pampa de los Querandíes.
Pero en el fondo de su alma Abuan presentía que esto era pasajero. Nunca alcanzó a sentir miedo ni pensamientos oscuros. Mientras viajaba en el carro, pensaba cosas hermosas. Pensaba en cómo salir airosos de esta nueva aventura, y lejos de sentirla como un secuestro lo tomaba como la gran oportunidad de demostrar al invasor, que las fortunas que ellos buscaban nunca iban a poder tenerlas.
Los indios moqoit tenían prohibido mirar a los ojos a los hombres blancos. Estaban convencidos de que a través de las pupilas ellos podrían deducir donde se hallaba oculto el tesoro. Así que Abuan y su esposa nunca levantaban la cabeza. Los captores entendían esto como un gesto de sumisión, pero lejos de eso estaba Abuan, quien con su cabeza siempre gacha, aprovechaba para guardar el recuerdo del camino que lo habría de traer de regreso a casa.
Catorce días tardaron en llegar. Abuan estaba realmente exhausto pero feliz de saberse cerca de su plan. Llegados a la gran ciudad, los captores llevaron al indio a reconocer al gobernador como la autoridad prevalente. El mandatario se hallaba en la casa de armas y lo esperaba sonriendo aunque algo impaciente y tenso.
— Señor Jefe del gobierno, Abuan es mi nombre. Dígame lo que pretende usted de mi raza.
El gobernador avanzó de golpe, levantó la cabeza del indio y al mirar fijamente sus ojos entendió definitivamente dónde y cuál era el tesoro al que jamás podrían acceder.