Hace varios años trabajé en la venta de seguros. Salíamos en grupos de dos colegas en campañas de seis o siete días por el interior del país. Una vez, estando fuera por una semana, descubrí en el cuarto día que mi saco (la parte superior del traje) tenía una pequeña abertura desarrollándose en la axila. Como había llevado otro abrigo, me lo puse porque sentía frío y metí el saquito en mi bolso, junto con algunos materiales de costura para intentar arreglarlo en los interines.

Me senté en un bar durante el descanso, saqué el saco, localicé nuevamente la abertura, enhebré una aguja, pasé el hilo hasta que el nudo quedó firme... y enseguida fui interrumpido por mi colega de trabajo.

Colega: "¿Qué estás haciendo?"

Yo: "Encontré un agujero en mi saquito y decidí coserlo antes de que se agrandara."

Colega: "¿Por qué?"

Yo: "Porque me molestaría tener un agujero que creo que puedo arreglar."

Colega: "Podrías pedirle uno nuevo al jefe."

Yo: "Se puede reparar."

Colega: "Lleváselo a un sastre, entonces."

Yo: "No quiero pagar por algo que puedo hacer yo mismo."

Colega: "¿Quién todavía cose su propia ropa?"

Yo: "Bueno, yo lo hago, obviamente."

Colega: "Todavía no entiendo por qué no vas y te compras un saco nuevo."

Yo: "Es una abertura en la axila por la que apenas puedo pasar mi meñique. No vale la pena reemplazar el saquito por eso."

Colega: "Me reiré cuando todas esas puntadas se deshagan porque no sos una persona adecuada para coser."

No, no logré hacer la reparación en ese bar. Terminé esperando hasta que regresé a la tranquilidad de mi habitación de hotel.

Pasé toda la noche en vela. Cosía dos nudos y descosía otros tres. Volvía a coserlos y despuntaba otros seis. Cortaba los hilos. Enhebraba con furia. Desarmé las dos mangas y le recorté el cuello. Cosía y cosía; sólo el calor de la aguja me obligaba a detenerme unos minutos. Me pinchaba los dedos repasando la hostilidad de mi colega.