Trabaja en un centro de atención de personas con desequilibrios mentales, y desde siempre se interesó por los temas de difícil solución. Cada primero de año brinda por los desahuciados, por la gente más humilde y por la paz entre los pueblos de todo el continente.
Funesta se llama. La madre de todas las paradojas.
Funesta es viuda y tiene tres hijas, trillizas idénticas y hermosas como ella. Nacieron en Argentina pero a los dos años de su nacimiento Funesta consiguió nuevo novio y se fueron todos a vivir a Europa.
El novio de Funesta resultó ser un buen partido. Cuidó de las niñas como lo haría cualquier padre pero eso sí, nunca pudo darles su apellido. No se sabe bien, es un tema poco difundido, pero parece ser que hay algunos nombres en el Viejo Continente que no se llevan bien con las cuestiones hereditarias. Funesta nunca dio trascendencia a esos detalles porque sabía, en el fondo, que el mejor legado que podría dar a sus hijas no serían bienes materiales sino los valores y el cariño que su grupo familiar le estaba dando.
Cierto día, un sobre lacrado llegó a casa de Funesta. Ella no estaba así que la tomó sor Bea (Beatriz) una exmonja que la familia convenció de trabajar para ellos al poco tiempo de que la beata dejara los hábitos. “Sorbea”, como la llamaban cariñosamente, era una mujer culta, jóven y, para fortuna del príncipe de la familia, extremadamente bonita. Tomó pues Sorbea la misteriosa carta y, como si no existiera el delito, abrió el sobre y leyó lo que decía.
Funesta nunca se enteró del contenido de aquella carta, ni tampoco lo hicieron sus hijas ni el novio, pero el tiempo fue pasando y la lírica relación de amor que reinaba en el hogar fue tomando algunos ribetes hasta ahora insospechados.
Nueve meses pasaron, pero no, no nació ningún bebé porque nadie estaba encinta. Nueve meses desde aquel aviso, el novio de Funesta fue llamado a servicio. Sin saber bien de qué se trataba, el hombre tuvo que asistir al Palacio Real para recibir, de manos del monarca, la bendición real que habría de convertirlo en el futuro Rey de Holanda merced a la dimisión de su padre el Rey, a quien acababa de conocer.
Habría que haber visto la cara de Funesta al recibir aquella noticia. El protocolo familiar se activó de inmediato y, naturalmente, la primera decisión relevante que ella tomó fue expulsar a la religiosa del núcleo familiar, quien, para sorpresa de algunos, pero no de todos, ahora sí estaba ocultando un incipiente y puntiagudo vientre.
Según lo dictan las leyes del derecho consuetudinario, la familia real debe estar conformada por las personas que el flamante Rey declare en el Consejo de Adhesión, y sólo ellas serán, a partir de entonces, las únicas y exclusivas herederas de las arcas soberanas.
Poco más que agregar. La ceremonia de asunción nunca llegó a concretarse por la ausencia repentina del nuevo gobernante y en el Palacio de Holanda aún se siguen preguntando qué habrían dicho las palabras escritas en aquella carta tan bien cerrada.