Como todo niño empecé a jugar por curiosidad. Mi tío tenía un tablero y por alguna razón un día me enseñó a mover las piezas. Y se vé que esa curiosidad fue avanzando porque poco a poco fui descubriendo que tenía pensamiento propio y podía encarar partidas con cualquier persona que supiera más o menos lo mismo que yo. Pasaron los años y, cada vez que podía, perdía alguna partida contra él o contra alguno de mis amigos.
Hasta que les empecé a ganar.
Y empecé a competir.
Tendría pues quince años y ya ningún chico de mi edad podía ganarme. Eso me ilusionaba y me motivaba a progresar. Empecé a prepararme primero en talleres, luego con clases y, más adelante, tuve un entrenador personal con el que pasaba larguísimas jornadas estudiando aperturas, medio juego y finales.
También le ganaba a él, pero como tenía cincuenta años contaba con mucha experiencia y sabía pasearme por todos los enfoques desde los cuales se puede entender al ajedrez.
Brasilia, 19 de agosto de 2010. Tengo veinte años y estoy clasificado 3ro en el campeonato iberoamericano individual. Se decía que vendría de invitado el número uno del mundo, el Gran Maestro, pero nunca creí que podría ser cierto.
Jugué rapidísimo, aunque impecablemente. Gané ocho y medio de los nueve puntos y salí segundo en la preliminar. Estaba entusiasmado pero me sentía algo impaciente. Aún quedaban tres rondas y tenía muchas chances. Había un colombiano que daba miedo: serio, alto, y con poco pelo como el Gran Maestro. Y un uruguayo que ganó el torneo anterior a éste, que no se reía ni aunque le hicieran cosquillas. Jugaba muy bien. Hacía danzar las piezas en el tablero. Le gané a los dos en menos de doce movidas, pero seguía intranquilo. El Gran Maestro no vino, pero yo temblaba igual.
Tercera, cuarta y quinta rondas.
Gané catorce partidas, dos tablas y perdí una sola. GM no vino. Me llevé el trofeo.
Volvimos a casa y seguí entrenando, pero ya no me ocupaba tanto en mejorar ni la táctica ni la estrategia, lo único que me preocupaba era poder manejar los nervios que me invadían de solo pensar en enfrentarme un día al Mejor Jugador de este deporte.
Fue el campeón mundial más joven de la historia, y mantuvo el título por más de 15 años ininterrumpidos. Nunca nadie jugó como este hombre; nunca nadie tan cuerdo y tan loco a la vez. Entendía al ajedrez como su lengua materna: no te decía “buen día”, decía peón cuatro rey.
Nunca admiré a nadie como a él. Nunca nadie admiró a nadie como lo hacía yo con él. Soñaba con su mirada, me vestía como él. Coleccionaba sus fotos, sus jugadas, me sabía de memoria cada uno de los torneos que ganó, con quién jugó y qué estrategia utilizó. Me pasé largos años analizando la forma en que habría de abordarlo el día que un tablero nos enfrentara seriamente.
El 8 de noviembre del 2012 jugaba en Noruega mi primer campeonato del mundo. Estaba en el puesto 5 del ranking mundial y los medios en mi país me fogoneaban como loco.
Estaba muy bien preparado; había concentrado una semana entera en la ciudad de Oslo, a sólo tres casas por medio de donde estaba alojado el Indiscutible. La noche anterior a mi debut comí bastante liviano, me fui a la cama, miré su foto y me dormí.
A la mañana siguiente me levanté contento. Fui al baño, y al mirarme al espejo estaba yo pero no era yo. Me veía más grande, más alto, lindo y saludable. Me veía inteligente, sagaz, culto y recontra valiente. La figura en ese espejo no era la que yo conocía; reflejaba al único ser en la tierra que podría ganarle una, ¡al menos una dios bendito! partida a mi papá.