Eran las 5 de la tarde y ya llevaba hechas tres cirugías: una de nariz y dos de oreja.

“Doctor Sierra” lo llamaban en el hospital. En verdad se trataba del doctor Abel Ceballos, un médico cirujano que, cumplidos los 65 años y 30 de aportes, ya estaba en condiciones de alcanzar su anhelada jubilación.

Abel había nacido en Paniagua, un pueblo nuevo que se fue haciendo a orillas del Quequén Grande, al sudeste de Buenos Aires. Pueblo nuevo porque nacieron juntos: en febrero del 58 fundaron el pueblo y en septiembre de ese año nació el fulano.

Así que diríamos que don Abel fue creciendo entre ladrillos, cemento y fierros. Las casas del pueblo se erigían al unísono y los puentes, rutas y plazas iban apareciendo de a una.

Si había algo que no faltaba en Paniagua, era trabajo y ganas de hacer. Los hombres y las mujeres, los más jóvenes y adultos, todos estaban de acuerdo en hacer crecer este pueblo, “sea como sea y para el bien de todos”, decían.

En aquella jóven república Argentina, las obras públicas se hacían solas. La gente aportaba con ganas y si no podía pagar impuestos ponía su trabajo a disposición de todos. Y así fueron haciendo el pueblo, algunos ponían dinero, otros materiales y otros su laburo.

Y los padres de Abel estaban en esa. El papá era cocinero y la madre hombreaba bolsas; de cemento, las de cincuenta.

Trabajaban de sol a noche. La madre de Abel era albañila, le gustaba hacer pastón y “levantar paré”. Se había especializado mirando a su tío que la llevaba a las obras cuando salía de la escuela. Aprendió el oficio maravillosamente y nunca hizo otro trabajo que no sea obra gruesa. Amaba el ambiente; amaba la gente y su cultura, y además de ganarse así la vida disfrutaba como loca aquellas ásperas jornadas abajo del sol o en medio de cualquier lluvia.

El papá, en cambio, detestaba esos trabajos. Lo había intentado una o dos veces, pero el olor a la cal viva le hacía dar arcadas. No soportaba ese olor salado. No había forma de hacer pasar a este hombre por el frente de una obra. A cuarenta o cincuenta metros ya podía distinguirlos: la aspereza de ese polvo y la aridez de sus granos podía sentirlas aún dentro del encofrado. Realmente le daba asco. Parecía un perfumista oliendo huevo podrido. La nariz se le torcía, los ojos le lloriqueaban y empezaba a hablar en lenguas. No había forma de controlar el estupor que le causaba aquel olor pestilente.

Y Abel no entendía nada, claro, era recién un niño. Pero sentía entre sus dos padres el amor que los unía.

Una mañana, fue Abel a buscar a su madre. Ella había salido temprano para la obra de la iglesia. La habían comenzado el año pasado y ya estaban por el entrepiso. En realidad era una capilla, que habría de habitar un cura venido de Tres Arroyos.

Revolvió los materiales, el cielo y también la tierra, pero la madre no estaba. No había rastros de ella por ninguna parte y nadie notó su ausencia. Llamaron al policía y al bombero voluntario, pero no hay caso, nada. No podían encontrarla. Así que fue corriendo Abel a su casa a buscar la ayuda de su padre pero, pobre… con él, en ésta, no iba a poder contar.