Hasta 1993 vivió en la ciudad de La Paz. Era bibliotecaria y hasta entonces no era más que una perfecta desconocida. Citadina Guevara era su nombre, un nombre que a partir de abril de ese año se volvería tapa de las más importantes revistas y periódicos de Bolivia.
Citadina vivía sola, llevaba una vida tranquila y, para algunos, bastante monótona y aburrida. El trabajo en la ciudad puede resultar punzante cuando se vuelve repetitivo y fue esto, quizás, lo que estaba molestando a la mujer.
Un buen día, hablando con una colega librera, idearon una excursión al interior de la Reserva de las Pampas del Río Yacuma, una selva densa y poco explorada que, a simple vista, prometía darle un sacudón a la rutina de sus vidas.
Así que se pusieron en marcha y contrataron un bus que las dejaría a orillas del Yacuma para luego encarar una gran caminata hasta sentirse dentro del corazón mítico de la jungla.
El viaje se inició bien temprano. Citadina salió de su casa y caminó doce cuadras hasta la casa de su amiga, desayunaron juntas, tomaron té. Fueron hasta la estación del metro y tomaron un tren que las llevaría al centro. En la superficie tomaron un colectivo para que las acerque veinte cuadras hasta la estación de ómnibus donde podrían tomar el tour que las llevaría a destino. El bus estaba roto y no pudieron iniciar el viaje. Les dijeron que llevaría todo el día su arreglo y que lo mejor sería iniciarlo al día siguiente.
Todo para atrás. Volvieron, durmieron, y al día siguiente Citadina se levantó temprano, salió de su casa… y todo lo demás.
El bus seguía roto.
Se repitió todo esto hasta que a los seis días consiguieron partir.
Iniciaron el recorrido bastante tarde. Llevaban comida, dos carpas, dos linternas, las bolsas de dormir, una navaja y una garrafa que servía para calentar y tener luz.
A las dos horas de caminata ya estaba oscureciendo, pero nada les impedía maravillarse a cada paso que daban, con el esplendor que tenía ese paisaje tan conmovedor. Como amantes de los libros, habían recorrido en sus mentes infinidad de veces este camino. Palpitaban la isla del Tesoro, El llamado de la Selva, y tantas otras novelas que les habían dejado impregnado el olor de la naturaleza aún cuando nunca lo habían sentido.
Pasaron la noche en total tranquilidad. Armaron sus carpas, comieron un poco y estaban tan agotadas que descansaron como si lo hubieran hecho en el más suave de los colchones.
A primera hora de la mañana levantaron todo y continuaron caminando guiadas por su pura intuición. Tres horas, cuatro horas, caminaban y caminaban. Acamparon otra vez, descansaron un rato, conversaron y siguieron caminando.
La naturaleza es tan enorme como uno quiere que sea.
Llegó otra noche y volvieron a acampar. A pensar y a dormir.
Y al otro día a caminar. Y a la noche acampar, y de día a caminar.
Y a pensar.
Caminar, dormir, pensar.
Y de tanto pensar, un día dejaron de pensar.
Y sintieron.
La tierra les estaba dando un mensaje de libertad. El camino correcto. Supieron que por más que avanzaban no había dónde llegar, porque el curso de la naturaleza no tiene fin ni finalidad.